“Yo vivía con mi madrina Carmen Guerra Melián y mi abuela Adela. Eran hermanas de tía Pino y tía Sixta, nuestras vecinas. Un poco más allá vivía Francisquita Peña, detrás Consuelito, y delante Clarisita, Josefita García y Josefita López. Y más allá Candelarita Artiles”.
Así recordó la maestra ya jubilada Celia Franco Suárez, la primera mujer universitaria que tuvo la población de Juan Grande, a la gente que habitaba en el pueblo a mediados del siglo pasado. Lo hizo este martes en la Casa de la Cultura durante la lectura del pregón de las fiestas, que se clausurarán este domingo electoral con la misa y procesión en honor del santo que le abre las puertas y ventanas al verano.
Celia Franco acompañó su pregón con la proyección de numerosas fotos históricas, y convirtió su lectura en un “recuerdo sentimental de dos décadas” de vida en el pueblo, desde 1951 hasta octubre de 1969, fecha en la que su padre, Sebastián Franco Guerra, el chófer, dejo la casa habitable que construía en el pueblo para ir a vivir en Vecindario. “Fue después de haber visto por televisión en casa de Francisquita Peña la llegada del hombre a la Luna”, recordó la pregonera.
El pregón fue sobre todo un elaborado y precioso homenaje memorial a los vecinos de su infancia y adolescencia, cuando Celia Franco vivía en la que hoy es la casa de Anastasio. Entonces “las casas se identificaban con el nombre de las mujeres mayores que vivían en ellas: ca’Consuelito, ca’Mariquita García, ca’Conchita Sánchez…” y cada familia disponía de un cuartillo, donde estaban las cabras, cochinos y gallinas. “Luego estaban los alpendres con los animales que ayudaban a las personas en las labores propias de la finca, burros, caballos y bueyes”, dijo la pregonera aludiendo al trabajo que la vecindad de Juan Grande realizaba para el Condado de la Vega Grande de Guadalupe en la Finca Condal.
En el pregón los vecinos fueron protagonistas. En un acto de memorización extraordinario, Celia Franco quiso recordar a todas las personas, y para no olvidar a nadie recordó los apellidos familiares: Artiles, Bolaños, Bordón, Castro, Delgado, Fleitas, Flores, Franco, García, Guedes, Guerra, Hernández, López, Melián, Mesa, Peña, Pérez, Ramírez, Rodríguez y Sánchez. En aquellos años a las personas mayores “se las trataba de usted, utilizando con ellas el diminitivo ito- ó -ita- y su palabra era ley que no se discutía”.
Un halo de misterio
Entre aquellas personas mayores, la pregonera recordó de forma singular a algunas que para ella tenían “un halo de misterio” como “Manolito, un señor que tenía un caballo; Periquito, el hermano de Soledaita, que tenía un burro; Federiquito, que tenía un coche e hizo el primer garaje del pueblo junto a los alpendres; las dos hermanas Quintinita y Pilarito Mesa, que vivían solas entre el almacén antiguo y la casa de Felicita Bordón, una mujer muy enérgica y donde nos reuníamos los domingos por la tarde a escuchar historias; el cura don Francisco López; y también el practicante Pepito Sánchez, Sor Margarita y la partera Carmita Bordón, a los que el pueblo ha dedicado una calle”.
La pregonera recordó que en su época en Juan Grande, las mujeres se definían por sus ocupaciones. Las mayores se ocupaban de la casa, cosían o remendaban y lavaban la ropa en la acequia o en el barranco si éste corría. Luego estaban las que trabajaban en el almacén de empaquetado o en las tierras y las que ejercían un oficio como pastoras, tenderas, costureras, parteras… y a las que seguían ‘La Chicas’, que eran las que ya no iban a la escuela y empezaban a trabajar.
En aquella época, recordó la pregonera, “nuestra vida se desarrollaba entre la escuela, los juegos en el patio y en la plaza, hacer los recados y la iglesia”. Además de la escuela, la chiquillería tenía las tareas de ir a comprar el pan, revisar la puesta de huevos de las gallinas, llevar el santo de casa en casa, ir a por agua al pozo con el ruedo y el cacharro para echarla en la pila destiladera, barrer el tesete (trozo delante de los patios de cantos rodados), e “ir a buscar el suero a casa de Ana Josefa, Hilaria o Pino la de Juncalillo”. En el caso de la pregonera también le tocó recorrer el pueblo repartiendo la lotería que venía su tío Antonio.
Rutina e infancia
Aquella rutina “se rompía cuando llegaban al pueblo los vendedores ambulantes”, dijo la pregonera, que recordó sobre todo a Juanito Cruz, “que se llevaba los huevos de las gallinas y traía pescado”, y a “Pepito ‘El Árabe’ con su fardo al hombro’, un palestino que vendía telas. El pueblo también salía de su letargo, dijo, cuando llegaban nuevas familias por motivos de trabajo, como las de Manolito Santana; la de Elías el guardajurado, padre de Ana María del Rosario, que trabajó en la farmacia que se abrió en el pueblo; y las familias Ascanio, Demetrio y Zurita, “y la de maestro Pedro Alonso, su mujer Eulalita y sus hijos, que vinieron de Berriel y vivían en El Moral”, dijo.
Aquella infancia se nombraba por el diminutivo del nombre (Sarito, Pepita, Paquita, Celita, Finita, Teresita, Anita...). Era toda una señal de aprecio, y no usarlo podía suponer una ofensa e incluso la retirada de la palabra durante días. Las niñas utilizaban piedras alargadas como si fueran muñecos. Con cal le dibujaban las facciones, y con los sombrantes de tela de los sacos de azúcar, con los que se hacían la ropa interior, les fabricaban las mantitas del juego.
De sus días de escuela recordó a Juantine, el hermano de Solita, que daba clases en verano, y a la señorita Flora; que las niñas iban a clase por la mañana de 9 a 12 y los niños por la tarde; y que hasta que tuvo 9 años no hizo evaluaciones ni sintió la angustia de esperar las notas, porque no eran juzgados con exámenes. Quien sabía leer pasaba del libro Rayas al Segunda Rayas. A clase se iba cada día con uniforme almidonado y planchado, que se revisaba a la entrada junto con las uñas; y se formaba en el patio al estilo militar y se cantaba el ‘Cara al sol con la camisa nueva’. Entonces los deberes para casa consistían en leer la página que tocaba al día siguiente, memorizar algún concepto geográfico, una copia, una suma, una resta y una división con sus respectivas pruebas y un análisis morfológico. “Y esto todos los días”, dijo.
Leche americana y religión
La pregonera recordó que en aquellos años de escuela, los niños recibían a media mañana leche en polvo y queso de plato “parte de lo que los americanos dieron a España a cambio de la instalación de bases militares en suelo español mediante el Pacto de Madrid que se firmó el 26 de septiembre de 1953”, afirmó.
En abril y mayo, cuando hacía buen tiempo, las chicas salían a caminar hacia Juncalillo. “A mitad de camino parábamos para enramar la cruz del camino y nos sentábamos en las piedras a bordar mientras cantábamos”, recordó. Entonces la religión ocupaba una parte importante de la vida del pueblo. “Cuando alguien no acudía a la iglesia los domingos, la gente se preocupaba. Era una forma de hacer repaso de quienes participaban o faltaban en la pequeña tertulia que se hacía en la plaza”, recordó. A misa acudían las mujeres vestidas de promesa o luto, y sin olvidar el velo trabado al pelo y con el misal de la Primera Comunión.
La pregonera recordó que al pueblo venía ‘El Padrito’, un religioso que predicaba durante días, que sermoneaba dentro de la iglesia, en la penumbra de las velas, y que la chiquillería salía de allí en las noches cerradas, con el viento de frente, “asustados por la amenaza del infierno y arrimados a las mujeres mayores para protegerse en la oscuridad”. Fue una época donde la escuela también colaboraba en la educación religiosa, celebrando la fiesta de la virgen cada mes de mayo. Las niñas tenían que llevar flores para enramarla y aprender versos para recitárselos en clase y durante el trayecto que hacían en fila hacia la plaza o la iglesia. “¡Qué voces las de Julina y Anita Fátima!”, dijo. En las casas, o en los patios, al atardecer, se rezaba el rosario dirigido por las abuelas. “A los niños nos encantaba el mantra ‘ora pro nobis’, ‘ora pro nobis’, ‘ora pro nobis’, y esperábamos expectantes el cambio a ‘mísere nobis’, ‘mísere nobis’…”
Acontecimientos del cambio
Celia Franco destacó que en aquella época “encontrarse con un trocito de lápiz era como un tesoro”, y recordó como esperaban las niñas modosamente sentadas en ca’Carmita Bordón, a donde ella acudía con su madrina para hacer el bizcocho lustrado, y donde saboreaba los restos de masa que les daban en la escudilla. Entonces los dulces eran pocos. Los domingos por la tarde la chiquillería recibía “unas perras para comprar caramelos en casa de Josefita Artiles y su hermana, Guadalupita, “que tenía una voz muy característica”. Era la única casa del pueblo que tenía acera, donde se sentaban los hombres mayores con su ropa de domingo y su sombrero, dijo.
La pregonera también recordó con nostalgia que en los años sesenta la industria turística introdujo cambios para muchas muchachas de su generación, que dejaron las ocupaciones tradicionales en el pueblo para empezar a trabajar en el Sur empleadas como telefonistas, recepcionistas o camareras.
Como acontecimientos singulares del pueblo recordó la plaga de langostas del año 1956 y las llegadas al pueblo del teléfono, el agua corriente, la luz eléctrica, la farmacia, el turismo, el almacén nuevo y la televisión, que se veía en la casa de Francisquita Peña.
También hizo mención especial a “la gran tristeza que nos invadió con la muerte muy joven de Antoñito, el hermano de Hilaria, Sarito, Loca y Chano”, y la muerte en un accidente de tráfico de su tío Francisco y su primo Pepe.
La pregonera cerró su intervención invitando a la población de Juan Grande a usar la Casa de la Cultura del pueblo para plasmar todas sus inquietudes, “porque la cultura se hace y se vive desde que se nace, y en la cultura no cabe el ridículo”, dijo.